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viernes, 13 de julio de 2018

Literatura sobre Black Metal



Lords of chaos es un libro fascinante. En la reciente traducción española (Señores del caos, Es Pop Ediciones) resulta hasta hermoso como objeto. Pero exhala un aliento fétido. Seguramente ya habrán leído algo sobre el asunto central: hace veinte años, reventó un absceso casi invisible en el cuerpo del rock.

Los protagonistas eran integrantes de la naciente escena musical del black metal en Noruega y no, no fue bonito. En 1991, con una escopeta, se suicidó Per Yngve Ohlin, el sueco que cantaba al frente del grupo Mayhem bajo el apodo de Dead (“Muerto”). El cadáver fue descubierto por el guitarrista del grupo, Oystein Aarseth, alías Euronymous; antes de que llegara la policía, fotografió al difunto (una instantánea serviría luego de portada) y recogió trozos de su cráneo, que posteriormente adornarían collares.

En 1992, otro músico similar, Bard Eithun, conocido como Faust, asesinó en un parque a un homosexual madurito al que hizo creer que aceptaba sus proposiciones. Ya en 1993, la violencia fue interna. El citado Euronymous fue acuchillado por Varg Vikernes, que se presentaba como Conde Grishnackh y aspiraba a macho alfa de la manada. Vikernes era admirado por su campaña contra las iglesias, incluyendo el modelo stavkirke, las fantasmagóricas construcciones de madera que son un símbolo del cristianismo escandinavo; docenas de templos fueron incendiados.No eran actos precisamente clandestinos: se comentaban, se celebraban en el ambiente. Vikernes, responsable de un proyecto unipersonal llamado Burzum, tenía sed de publicidad. Antes de quitarle la vida a Euronymous, que precisamente editaba los discos de Burzum, ya había sido portada en la revista británica Kerrang!. Era un movimiento musical ("la última vanguardia europea", asegura el novelista Javier Calvo en el prólogo), pero también una secta perversa, sin ninguna empatía por la muerte de incluso sus propios miembros.

La ausencia de cualquier señal de arrepentimiento por parte de Vikernes asombró a la sociedad noruega. Tras fracasar su absurda coartada de defensa propia, que todavía repite a los ingenuos que quieren escucharla, fue sugiriendo “explicaciones” pasmosas para justificar su odio: Euronymous había coqueteado con el comunismo, tenía sangre lapona, comía lo mismo que algunos inmigrantes (kebab), era bisexual y escuchaba diferentes tipos de música, incluyendo -horror- a Kraftwerk.

Carismático e inteligente, Vikernes supo publicitar sus zigzagueos ideológicos. Rechazaba el epíteto de “satánico”: era un pagano que buscaba recuperar las creencias precristianas. Su racismo le llevó hacia el nazismo, reivindicando al gran traidor de la historia reciente de Noruega: Vidkun Quisling, colaborador de los invasores alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, ejecutado tras la liberación.







Probablemente, todo habría quedado en las páginas de sucesos de los periódicos escandinavos de no existir Señores del caos, libro que se publicó en 1998 y difundió globalmente unos hechos y unos personajes tan truculentos. Su autor principal es un músico y escritor estadounidense, Michael Moynihan, que contó con un aliado local, el periodista Didrik Soderlind.

Señores del caos plantea cuestiones enojosas: la relación entre la retórica del rock y la vida cotidiana, la función de las subculturas juveniles, la estética y la ética de sus tendencias más extremistas. El caso del black metal noruego dinamitaba los estereotipos sobre el heavy metal: aquí no se trata de una música esencialmente proletaria, nacida con vocación de proporcionar un ascenso social. Por el contrario, estamos en el segundo país más rico del planeta. Y los protagonistas parecen pertenecer al menos a la clase media.








Varg Vikernes en sus inicios, cuando se disfrazaba de guerrero

Esa es una de las carencias de Moynihan: su escasa curiosidad sociológica, su desinterés por las peculiaridades políticas de Noruega. Imaginamos que los practicantes del black metal no tenían problemas económicos. En Oslo, Euronymous regentaba una tienda de discos y parafernalia, Helvete (“Infierno”), aparentemente deficitaria. Vikernes adquiría costoso equipamiento militar; en 1997, su madre financiaba generosamente a un grupúsculo neonazi con la convicción -aseguró- de que así garantizaba la seguridad de su hijo en la cárcel, condenado a 21 años de privación de libertad.
Señores del caos es un libro inquietante no solo por lo que cuenta. Lo hace de una manera exhaustiva, hasta el agotamiento. Falta, insisto, background sobre los protagonistas o el país que les vio crecer. Aunque el autor procura mantenerse dentro de los márgenes de lo políticamente correcto, se intuye una callada simpatía, una admiración por los planteamientos de partida de Vikernes, lo que explicaría su acceso al personaje. Que se portó bien entre rejas, aparte de un intento de fuga: tras cumplir quince años de su condena, salió en libertad condicional.
En los últimos tiempos, Vikernes reside en el suroeste de Francia, con una esposa francesa. Desde allí combina las tareas de proselitismo con las labores musicales. Le molesta la policía antiterrorista, que desconfia de su arsenal de armas de caza. Vikernes puede contemplar como el black metal se ha transformado en un fenómeno internacional, practicado en muchos países y no necesariamente acompañado por atrocidades o profanaciones. Pero ya ha perdido el título del Anticristo noruego: en 2011, otro hijo de buena familia, Anders Behring Breivik, batió cualquier récord imaginable: mató a 77 personas entre Oslo y la isla de Utoya. La realidad tiende a superar a las fantasías más calenturientas. No lo olviden: los monstruos brotan incluso en las sociedades aparentemente modélicas.


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